Malasaña no era un decorado: cuando el punk madrileño olía a cerveza y resistencia

Hay quien cree que el punk madrileño nació en Malasaña, pero eso es quedarse corto. Lo cierto es que el punk de Madrid nació del hartazgo, del ruido de las fábricas, de los pisos compartidos y de una juventud que, después de la dictadura, tenía demasiadas ganas de gritar.

A principios de los ochenta, mientras el gobierno vendía modernidad con la etiqueta de La Movida, el verdadero underground se gestaba en sótanos. Bandas como La UVI, Commando 9mm o Sin Dios no buscaban sonar en la radio, sino volarte la cabeza con una maqueta grabada en cuatro pistas y duplicada a mano.

Malasaña: del barrio al mito

Antes de ser sinónimo de bares caros y tatuajes con WiFi, Malasaña fue una trinchera. Allí estaban garitos como El Templo del Gato o El Agapo, donde el sonido era crudo y los pogos auténticos. El punk era supervivencia, no estética. Había rabia, hambre y una sensación de libertad que no se podía comprar.

En aquellos años, Madrid era una ciudad rota pero viva. Las calles eran lienzos y los fanzines, manifiestos. Cada concierto era un acto político, aunque nadie lo llamara así. “Hazlo tú mismo” no era un lema: era necesidad.

Del ruido al símbolo

Con el paso del tiempo, la industria intentó domesticar la furia. Pero mientras unos se maquillaban de rebeldes para salir en televisión, otros mantenían la llama encendida en locales okupados, en Vallekas, Lavapiés o Carabanchel. Allí el punk seguía siendo una forma de vida, no un disfraz.

Hoy, el barrio es un escaparate vintage, pero las paredes todavía recuerdan los carteles y las pintadas que lo hicieron vibrar. Quizás lo más punk que se puede hacer ahora en Malasaña sea recordar que hubo un tiempo en que nadie vendía camisetas con la palabra “rebelde”.

¿Y tú? ¿Viviste aquella época o la estás reinventando ahora? Cuéntanos tu historia en los comentarios.

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